VOLVER A CERRAR LOS OJOS
por: Mateo Flórez
Ella volvió… Esta vez me miró con más expresión, tal vez con ternura. No lo sé. En su rostro había un esbozo de una sonrisa, y en sus ojos, lo que parecía ser, un rasgo de felicidad. Un gesto que nunca había hecho; yo seguía con el mío: un ojo entre abierto y el otro escondido en una vieja almohada (una almohada que quizás contiene el pasar de una vida sin anhelos). No tenía miedo, estaba acostumbrado. Era una posición que adoptada para ignorar y había funcionado las otras veces.
Ella empezó acercarse a mí mientras adelantaba su mano derecha. Miré cómo cogía rumbo a la escaza cabellera de mi cabeza; solo entonces vi una mano brillosa y casi turbia. Tiré la cobija a un lado de la cama y me volteé de frente. Me senté y estiré mis manos en acción de defensa. Se acercó aún más y yo, sin encontrar cómo protegerme, me atreví a gritarle maldiciones mientras ella las ignoraba y me decía con tranquilidad que nunca se iría. Volvió a su lugar y le dije, con la voz aún más fuerte, que no necesitaba su compañía. No me respondió.
Miraba la noche estrellada por la ventana. Se sentó en una silla y, mientras se acomodaba, me miró y me dijo que debería dormir porque estaba tarde; Yo le respondí todavía con rabia o con miedo, que no era mi madre para ordenarme qué hacer. Ella contestó que bueno y volvió a sonreír. Se acercó de nuevo a mí pero se detuvo. Me observó con una sonrisa aún más marcada mientras balanceaba su cabeza en péndulo, muy lento. Al fin me dijo que había crecido y que se sentía muy feliz. Le respondí que se fuera, pero ella continuó. Se acercó aún más, y sin poderme defender, tocó, con su palma el pómulo lívido de mi rostro. Nos miramos a los ojos. Sentí que apoyaba una mano en la cama mientras que con la otra tocaba mi brazo. Quería abrazarme pero no lo hizo.
Retrocedió con afán a la silla. Se acomodó y miró de nuevo la noche estrellada que tenía ya su luna en el centro. Se preparó para relatarme algo, quizás un cuento, pero antes, me miró, sonrió y me dijo “Sólo intenta dormir como las otras veces”.
ESTAMPIDO DE MEDIO NOCHE
por Mateo Flórez
Las primeras estrellas comenzaban ya a invadir el centro del cielo a tonalidades distintas, mientras los grillos entonaban a un solo compás la melodía de la noche. El olor asfalto, ya minado de cartuchos, anunciaban con prontitud el toque de queda en la ciudad.
- Antonio, ¿será que Gustavo si alcanzará a llegar?
-Claro que sí Carmina, él siempre termina llegando- Dijo Antonio sin apartar la vista del periódico.
-Pero es que ya lleva una hora de retraso.
-Ya vendrá. La otra vez volvió como una hora más tarde. A lo mejor el Coronel le asignó hacer una última ronda como la otra vez. Así que estate tranquila –Dijo Antonio sin apartar la mirada del periódico.
Carmina apartó a un lado un abrigo que andaba tejiendo, y dejando una puntada a medias como solía hacerlo, se dirigió con paso lento y con ademanes de zozobra, hacía la única ventana de la casa; tal vez con la ilusión de ver llegar a su primogénito.
- Antonio.
- Antonio.
- ¡Antonio! – Replicó Carmina con voz fuerte.
- ¡Qué sucede! – Respondió sin apartar la mirada del periódico.
-¿Y si le pasó algo a Gustavo?
- ¿Qué le va a pasar?
- Pues… tu más que yo sabes.
- Él está con su brigada y son una de las mejores provistas en armas en el país. Además tienen prohibido andar solos.
- No, Antonio, ahora no es así.
-Te repito que sí, Carmina. Es una ley general que los militares permanezcan con su brigada.
-Te equivocas Antonio, recuerda que ayer se le dio órdenes a los Coroneles de dividir a sus brigadas en subdivisiones con el fin de abordar la mayor parte de la ciudad. Pero no se dan cuenta que por el contrario pierden seguridad en ciertos lugares de la ciudad por tener menos militares en cada zona. Mira, ya va más de una hora y Gustavo aún no llega.
- Ya vendrá Carmina, ya vendrá – Dijo Antonio un tanto vencido y dejando escapar un tono de inseguridad.
Antonio había dejado a un lado el periódico vespertino, para entregarse a una profunda reflexión que parecía no acabar muy pronto; mientras Carmina espiaba por la ventana el firmamento que oscurecía sin fin alguno.
Al cabo de un tiempo, y sin pedir permiso, un estampido de ametralladoras irrumpió en la calle solitaria de la noche que ahora brillaba con gran furor. Más allá al fondo, el sonido de un cuerpo cayendo de bruces, anunciaban que el fogonazo y la vida de otro hombre había terminado.
- Antonio.
- Antonio.
- ¡Antonio! – Replico Carmina sin aparta la vista de la calle.
- ¡Qué pasa! –Ignoró Antonio.
- Gustavo… -Tartamudeo Carmina.
- Él, él volverá pronto. –Dijo Antonio.
BOLÍVAR, CASI UN SIGLO DE HISTORIA

Por: Milena Mendoza
Con las primeras luces del día, comienza Medellín a hervir en un mar de gente afanada y torpe, algunos golpean el asfalto con sus tacones altos o dejan a su paso el aroma de sus imitaciones baratas de perfumes costosos, otros van con sus bolsos raídos llenos de mercancía y libros o corren mirando el reloj sosteniendo en la mano que les queda libre mil papeles o cachivaches.
En el Parque Bolívar, la vida parece ser otro cuento, como si estuviera alejado del resto de la ciudad. Un estado clavado en medio de la normalidad del mundo donde se mezclan el futuro y el pasado, la violencia y la reconciliación.
En una mañana de Agosto, tan común como cualquiera, comenzó a florecer el espíritu de aquel parque bajo la mirada atenta de la estatua ecuestre del libertador, quién es cruel testigo del incumplimiento de sus más nobles ideales desde 1923, cuando fuera puesto allí por el escultor italiano Giovanni Anderlini.
Igual que el príncipe feliz, en la enternecedora historia de Oscar Wilde, Simón Bolívar, erguido en toda su plenitud aguarda con un corazón de plomo que la placa que se encuentra sus pies, con una arenga de libertad escrita, sea tenida en cuenta para no tener que arrancarse los ojos y dejar de ver las injusticias que todos los días lo rodean.
Sin embargo, a pesar de todo, es un lugar que alberga cierta magia, en algunas esquinas se mezcla el olor a cocina de la abuela, a césped recién podado y flores nativas con una fétida hediondez a herrumbre, heces y orín. Y en aquel aire enrarecido vuelan palomos y periquitos entre el follaje de árboles antiquísimos y estructuras monumentales como la Catedral Metropolitana, el centro religioso más grande construido en ladrillo cocido.
Los edificios majestuosos de columnas griegas y arquitectura europea, van perdiendo su gloria. Abandonados o convertidos en bancos y puestos de comida, han perdido, en parte, la gracia de antaño, con sus fachadas variopintas y rayadas por “delincuentes juveniles” que desentonan entre sí por la fastuosidad de unas y la fealdad de otras.
A espaldas del libertador y frente a los ojos del Santísimo varios jóvenes andrajosos y de cabello hirsuto lavan un par de harapos en la bellísima fuente de agua clara que tiene unas cuantas monedas en su lecho de teselas verdes y azul marino.
Alrededor, en las bancas y muros de las jardineras, permanecen inmóviles, algunos lustrabotas, vendedores y jubilados con la mirada perdida y la mano en la quijada, como quien espera que pase algo extraordinario.
Uno de esos es José Manuel, quien lleva 22 años puliendo zapatos en el centro de la ciudad. Un hombre menudito, de cabello cano y rostro surcado. Habla en voz baja, con un tono un tanto nervioso “este parque ha sido más bien peligroso. Peligrosito porque hay mucho vicioso y mucho ladrón. Desgraciadamente aquí permanece la policía y todo eso pues, pero no deja de ser peligroso”.
Entre la camisa blanca, abotonada hasta la mitad, Don José deja ver una cicatriz en el pecho. Ha estado “un poco enfermoso” y hacía mucho que no volvía “estuve casi tres meses hospitalizado y entonces ahora últimamente estoy empezando a salir” le gusta trabajar ahí, dice que se distrae y además hace algunas “lustraditas”. Reconoce que ha tenido problemas, incluso con sus colegas lustrabotas, sobre todo por las tarifas astronómicas que manejan algunos de sus compañeros, pero continua su labor a lo largo y ancho de la zona Centro.
Le preguntan sobre los personajes que ejercen violencia en la zona, él no quiere reconocer a nadie y se limita a decir “no” en repetidas ocasiones. Por detrás se acerca una mujer con cara de pocos amigos mientras José Manuel, sigue dando negativas y hace repetidamente un guiño como advertencia de que se debe guardar silencio.
“Ese no hace nada acá, ese es un lustrabotas, él no sabe nada de la vida del parque” interrumpe la mujer; y Don José se limita a responder “Por eso estoy diciendo yo, que voy a saber…”
Ya no quiere hablar más, solo se limita a decir “Lo menos que pueden creer es que uno está delatando o sapiando aquí, entonces le echan a uno esa gente encima…Yo creo que con eso basta”.
Unos pasos más adelante del Lugar donde Don José aguarda a sus clientes hay un CAI, con las ventanas cuarteadas y marcas en las paredes, que cualquiera creería, son de bala. A esa hora de la mañana está atiborrado de policías junto a sus motocicletas, pero ninguno puede decir nada “Es que a nosotros no nos tiene autorizado a dar ese tipo información (…) eso ya le toca o con un señor oficial o con el comandante del CAI”.
El libertador, sigue sujeto a su pedestal, con los hombros y la cabeza llena de estiércol, víctima de la plaga alada que se puede encontrar en cualquier parque del país; pero no es el único martirizado. A sus costados algunos bustos de grandes de la patria, como Guillermo Cano, se han de lamentar todos los días por los grafiti con pésima ortografía que cubren sus placas conmemorativas. Y es que no es para menos. Siendo Don Guillermo uno de los grandes del periodismo, por lo menos deberían rayarlo de un modo mediamente legible.
A pesar de los abusos El gran Simón, goza de un consuelo: Tener a su lado, desde hace 10 años a su primera dama, quien con vestido de colorines, gafas oscuras y sombrilla, vende dulces sentada en una banca, mientras platica y se ríe a carcajadas con un humor y simpatía de nunca acabar.